Evidentemente, algo está cambiando en Argentina.
Desde hace ya varios meses prácticamente todo el arco político insiste en la necesidad de que el nuevo gobierno avance en la formación de una coalición que garantice la gobernanza y permita solucionar de manera eficiente los graves problemas que enfrenta el país.
Es, realmente un cambio alentador. Hasta no hace mucho tiempo, la posición dominante de la mayoría de la clase dirigente era sostener la postura anacrónica de que el gobierno debía ejercerlo en exclusiva el partido ganador, con prescindencia de las demás fuerzas políticas. “El que gana gobierna y el que pierde acompaña”, habían sintetizado Perón y Balbín en el 73 .
Éramos muy pocos los que insistíamos en que esa postura 40 años después, era inviable. Entre esos pocos estábamos Raúl Alfonsín, yo y algunos amigos más. Nosotros decíamos “el que gana gobierna y el que pierde también gobierna”.
Fórmula que resulta obviamente mucho más eficiente, ya que observando el panorama de los países más importantes de Occidente, queda claro que los profundos cambios que se habían operado en sus sistemas de gobierno luego de la Segunda Guerra Mundial eran, básicamente, medidas tendientes a obligar a los partidos a construir grandes coaliciones de gobierno.
Y también que esos cambios fueron los que permitieron reconstruir sus devastadas economías muy rápidamente y lograr niveles de bienestar envidiables para sus pueblos.
Efectivamente, tras la derrota de Alemania y Japón en 1945, en Occidente se comprendió que, enfrentar el enorme reto que suponía la reconstrucción, era necesario apartarse de los peores aspectos de la política de la confrontación y emprender un acercamiento a la política basada en el consenso y en la construcción de una paz duradera.
La intención no era que desapareciese el conflicto ideológico interno: las diversas visiones sobre el correcto funcionamiento de la sociedad y las diferentes propuestas metodológicas subsistieron y el sistema democrático siguió exigiendo, por ponerlo de manera esquemática, una competencia entre partidos de izquierda y de derecha. Se trataba de que esa realidad, asumida como inevitable, disminuyera su intensidad, acordando como prioritaria la reconstrucción nacional.
Ese fue el proyecto en Alemania Occidental de Konrad Adenauer y sus seguidores, quienes aplicaron el programa perfilado por el canciller en 1949, que consistía en reconstruir la economía sobre nuevos principios basados en la tecnología puesta al servicio de la productividad y desde allí abordar los grandes problemas sociales que afrontaba aquella nación prácticamente en ruinas. El Partido Democristiano de Adenauer y sus principales oponentes, los socialdemócratas, pusieron las consideraciones políticas prácticas por encima de la pureza partidista.
Lo mismo ocurrió en Francia y Gran Bretaña, donde también el consenso político tuvo como base la reconstrucción nacional como la máxima prioridad.
No faltan ejemplos similares en Argentina. Durante mi gobernación en la provincia de Buenos Aires establecimos una coalición de gobierno con Don Raúl Alfonsín, por ese entonces líder indiscutido del radicalismo, a partir de las cual conformamos un bloque de legisladores nacionales cuyo número permitió una efectiva defensa de los intereses de la provincia cada vez que fue necesario. También decidimos que el radicalismo se hiciera cargo de todos los organismos de control de la Provincia, como una forma de mantener la transparencia.
Cuando me tocó asumir la presidencia de la Nación, en los dificilísimos días de 2002, también puse como condición la participación del radicalismo, que aportó dos ministros al gabinete y trabajó junto a los legisladores oficialistas en la elaboración de las leyes que permitieron salir de la crisis.
Obviamente, no escribo todo esto con intención de autoelogio. Todo lo contrario. Es evidente que los logros que describo no fueron personales, sino el producto de las convicciones de un conjunto de hombres decididos a construir las bases de una Argentina donde la producción se impusiera por sobre la especulación y los frutos del trabajo de todos se distribuyeran de manera equitativa.
Como digo más arriba, no se trata de que desaparezca mágicamente el conflicto ideológico interno. Se trata de que esa realidad inevitable disminuya su intensidad, en aras de una reconstrucción nacional acordada como prioritaria.
Hoy, creo que esa reconstrucción debe tener como base el reemplazo de una política económica basada en la usura y la especulación por otra que tenga como norte el desarrollo productivo y una justa distribución de la renta, que erradique la exclusión social y ponga, frente a los menos favorecidos, un horizonte de esperanza y crecimiento.
Esa ha sido, desde siempre, mi convicción y el proyecto que he tratado de llevar adelante a lo largo de mi carrera política. Si lo escribo nuevamente ahora – ya he hablado reiteradamente del tema en otros artículos- es porque pienso que, una vez más, la historia nos da la oportunidad de unirnos en la búsqueda de acuerdos de largo plazo, que superen la mezquindad de lo partidario y pongan la mira en la Argentina que queremos dejarle a nuestros nietos.
Publicado en “Reflexiones Políticas IX”. Noviembre de 2019